Miguel Ángel Polo Santillán

Sinesio López (2003) ha señalado: “El primer gran problema para la configuración de una sociedad civil con capacidad de influencia en el poder es el patrimonialismo” (p. 20). Pero, ¿qué es el patrimonialismo? ¿Cómo está ligado a la corrupción? ¿Qué podemos hacer para superarlo? Entenderemos por “patrimonialismo” a una práctica corrupta de la política que consiste en usar del cargo público desde sus criterios e intereses personales, o, dice Javier Díaz-Albertini (2018): “cuando se dispone de lo público como si fuera personal, sea para beneficio propio, de familiares, amigos, correligionarios o de su agrupación política.” Se pierde el sentido de lo público, es decir, se deja de percibir que dicho cargo es para el bienestar de la sociedad, lo que involucra una finalidad social, normas legales y morales a las que debe someterse, instituciones supervisoras, transparencia, etc.

Una historia recurrente: en los puestos de elección popular, el alcalde o el gobernador o el congresista frecuentemente encarga a sus asesores —para evitar exponerse— ordenar a algunas direcciones a su cargo, a que hagan tal o cual cosa, que no están permitidas por las normas internas ni por la ley nacional. Si se niegan son cambiados o removidos del cargo. Amenaza, violación de la ley, corrupción de funcionarios, afirmación de malos hábitos organizacionales, destrucción de la institución pública, etc. Pero al sujeto con esta forma de ejercicio de poder, poco o nada le interesan las consecuencias sociales, institucionales o morales de este ejercicio. No obstante, siempre las habrá, como el perjuicio del tejido social.

El patrimonialismo es una forma de ejercer el poder sobre otros, que trasgrede el marco legal y moral, no necesariamente para fines superiores (como la patria o el bien común), sino para uno mismo o el grupo político con el que trabaja. Así, se trata de un ejercicio discrecional del poder, donde la imparcialidad de la ley es ignorada (Gina Zabludovsky, 2016). Un orden político sostenido en el derecho que, por su abstracción o universalidad, no compagina con los intereses individuales o egoístas. Esos intereses personales pueden ser el reconocimiento, el estatus de poder, el dinero, que la ley moral o jurídica tienden limitar. Y en un mundo neoliberal, donde son sobrevalorados esos intereses individuales, el funcionario público termina perjudicado el bien común.

También hay un problema psicoanalítico en los sujetos que confunden lo público con lo privado, sentirse superior a otros, mostrar el éxito del poder con el cargo, sentir que otros dependen de él, creer que obran por el bien de su patria, narcisismo y pérdida de contacto con la realidad. Y la propia historia y prácticas institucionales, cuando están marcadas por la corrupción, afirman estas cualidades subjetivas. Estos individuos ya no se autoperciben como sujetos contingentes ni finitos, sino “semidioses” capaces de alterar el curso de las cosas como ellos decidan. No importan las instituciones y las reglas de juego, pues, ellos ponen e imponen sus propias reglas. A veces quieren refundar la institución o la república desde cero. De ese modo, perjudican la solidez de un Estado de derecho.

Esto nos conduce al problema político que conlleva el patrimonialismo, pues destruye el equilibrio de poderes, dado que para afirmarse en el cargo y gestionarlo de manera egocéntrica necesita anular los controles y corromper otras instituciones públicas. Al perderse el sentido del bien común también pierde el sentido la política misma, pues desde antaño ese era su finalidad: la protección de los bienes públicos. La política pasa a ser un negocio individual, privado, dentro del campo de lo público, sin ningún parámetro moral alguno.

Finalmente, también deja de importar la democracia, pues la opinión del ciudadano —más allá de su voto y contra él— deja de importar. Bajo esta forma de ejercicio de poder, la llamada “democracia representativa” tiende a afirmarla, no a limitarla ni a combatirla. La democracia representativa hoy se asocia al poder de la corrupción. Necesitamos otra forma de democracia para salir de este problema. Solo una democracia donde cuente la opinión pública, donde el ciudadano tenga los medios para vigilar o censurar a sus gobernantes, podría hacer frente a las diferentes formas corruptas de administrar hoy el poder estatal. ¿Permitirán los grupos de poder político y económico abrir el espacio político a los ciudadanos? ¿O serán los propios ciudadanos los que autoconscientes de su poder, exijan el derecho constitucional a vigilar, supervisar, censurar a las autoridades? ¿O estaremos condenados a ser solo vasallos de los políticos corruptos de turno?

Referencias
Díaz-Albertini, J. (2018). Patrimonialismo, ética y sociedad civil, en el Diario El Comercio (06/09/2018). Enlace web:
https://elcomercio.pe/opinion/columnistas/patrimonialismo-etica-sociedad-civil-javier-diaz-albertini-noticia-554395-noticia/

López, S. (2003). Aproximaciones a la sociedad civil en el Perú. En Castañeda, M. y Alfaro, R. M. Relaciones entre Estado y Sociedad Civil. ¿Concertación o vigilancia? (pp. 19-22). Lima: Calandria.

Zabludovsky, G. (2016). Patrimonialismo. En Pereda, C. (Ed.). Diccionario de justicia (pp. 397-400). México: Siglo XXI Editores.