Miguel Ángel Polo Santillán
A nivel nacional e internacional vemos una expresión de la insensatez a través de creencias y pasiones desatadas, que no admiten comprensión, diálogo ni acuerdos mínimos de convivencia. Se descalifica al otro por ser diferente, indígena, extranjero, homosexual, liberal, comunista, mujer, musulmán, defensor del medioambiente, etc. En cada sociedad —especialmente el que tiene el poder—, alguien está buscando sus “chivos expiatorios”, que psicoanalíticamente descarga en el otro sus propias faltas, calificándose como el “puro” frente a los demás, creencia que lo motiva a actuar contra el otro culpable. Y lo peor de todo es cuando una sociedad se hace cómplice de la acción contra los otros, calificados como culpables.
Esta insensatez solo es un síntoma de una decadencia moral, de no admitir al diferente, de no soportar las contradicciones del mundo ni darles soluciones razonables a los conflictos. Las personas no requieren ser santos ni eliminar sus contradicciones o inconsecuencias para ser personas buenas, pero sí deben darse cuenta de ellas y de sus consecuencias. Sin embargo, a una mente encasillada en sus propias demandas no le importará aplastar a los demás. Pongamos formas específicas que va tomando esta estulticia.
Gobernantes que matan a sus ciudadanos, por el bien de la mayoría. Variantes: perseguirlos, encarcelarlos, acallarlos, etc. Y la excusa es la paz social, el progreso, el bienestar, la economía, los derechos, etc. Los gobernantes terminan creyendo esas incoherencias y así optan por el cinismo: “yo no maté a nadie”, “nosotros matamos menos”, “ellos se lo buscaron”, “nosotros respetamos el derecho a protestar”, “hemos actuado como nos autoriza la ley”, “amenaza contra la democracia”, etc. Este tipo de política es profundamente antihumanista, pues la vida de carne y hueso no importa, sino lograr sus intereses particulares.
Obviamente nadie quiere verse así, por lo que el cinismo requiere de un autoengaño, convencerse de que los otros son el problema y de que uno está en lo correcto. El mismo autoengaño que tenían los senderistas en los ochenta y noventa, quienes convencidos de su causa mataban a civiles. Hoy, algunos políticos se convencen a sí mismos del “camino correcto” que han tomado, mientras atropellan derechos, acumulan poder desmedido y se aprovechan de él, haciendo peligrar la vida en común y la frágil democracia que tenemos. Para que el autoengaño se complete se asumen como luchadores contra los comunistas, la agenda gay, los antipatriotas, los ecologistas antiprogreso, etc. Y como sustento a este “punto de vista único y verdadero” están las creencias económicas, sociales o religiosas, de las que ellos se sienten defensores señalados por la historia. Una vez más, la misma lógica senderista de los ochenta.
Como causa y consecuencia de esto tenemos la pérdida del sentido de la actividad que se realiza. Las acciones humanas solo son instrumentalizadas para fines individuales y grupales, pierden su sentido propio, su finalidad. Ya no importa la finalidad de la política, de la actividad profesional, ni de cualquier actividad, sino que sirva a nuestros intereses particulares. El ser humano actual ha perdido el valor de la acción misma, la toma como medio para algo más y ese algo lo determinan los contenidos mentales (ideologías, creencias, utopías, intereses, deseos, etc.). Esta desvalorización nos desconecta no solo con la acción, sino con el entorno y con nosotros mismos. Y así, se crean las condiciones para actuar de manera insensata, sin un mínimo de sentido común.
Parte de la pérdida del sentido común es repetir malos hábitos del pasado, como la acumulación de poder. Los poderes formales y fácticos se apoderan de todo el escenario político, para garantizar la continuidad no solo de los sujetos, sino de un tipo de conducta, que permita el control de los poderes del Estado y también de la sociedad. Hoy se habla de la “dictadura congresal” en el Perú y en otros contextos son los presidentes, que pretenden hacer el país a su medida, eliminando la independencia y el equilibrio de poderes, de ese modo, que sea manipulable a sus intereses. Otra vez el autoengaño del control, someter los poderes políticos y sociales a una sola voz. Sin embargo, esta pretensión no se sostendrá. No entienden que, además de la finitud de la existencia, la vida misma es cambio, movimiento constante de diferentes actores y en cualquier momento surge algo que cambia todo otra vez.
Lo anterior trae una grave consecuencia: la decadencia de la vida social. Lamentablemente los grupos de poder, las elites no son conscientes de las consecuencias de su comportamiento en la sociedad en general. Así, se repiten los actos de corrupción de empresas y sector público, de nuevos “dictadores” en otros niveles de poder, incremento de la violencia social, el triunfo de valores materialistas sobre los valores como la dignidad, la solidaridad y la honestidad, la contaminación de la Madre Tierra, el individualismo y el olvido del bien común. ¿Cómo puede ser viable un país en estas condiciones? ¿Cómo puede llamarse democracia a un sistema con estas características, especialmente cuando no escucha al ciudadano?
¿Qué salida tenemos? ¿Tiene salida la humanidad? No son dos preguntas diferentes. Nuestros destinos están ligados, como diría Sartre, somos responsables por toda la humanidad. Y esa respuesta pasa por darnos cuenta de los factores negativos que están en nuestra mente y corazón, con los que discriminamos y quitamos la humanidad del otro. ¿Estarán dispuestas las elites nacionales e internacionales a aceptar el valor de la existencia del otro? ¿Estarán dispuestos los operadores políticos a reconocer el sentido de la acción política? De no ser posible, la cadena de causas y efectos negativos continuará, haciendo al futuro más sombrío. Un poco de cordura y sentido común, por favor.