Miguel Ángel Polo Santillán
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Si uno observa el panorama contemporáneo, donde los poderes nacionales e internacionales están en conflicto y se imponen con violencia, el odio de unos sectores que pretende justificar la discriminación y exclusión de otros, los marcos normativos nacionales e institucionales no pueden limitar la ambición de individuos y corporaciones, la distopía que pretende hacerse realidad —si ya no lo es—, la razón instrumental cosificando a las personas y los individuos terminan refugiándose en su mundo privado. Muchas son las razones para la desesperanza. ¿Dónde podemos encontrar razones para la esperanza?
Uno de los significados de la palabra moral es estar alto de ánimo, pero otra vez, ¿dónde encontrar ese ánimo? ¿qué nos dará ánimos para caminar en este difícil mundo? ¿En Dios, en las religiones, en los intereses individuales, en los bienes materiales? Para sostener nuestra finitud necesitamos ánimos, de lo contrario todo este sin sentido aplastará nuestro diario vivir. Síntomas de ello serán el aburrimiento, el tedio, el descontrol, el desaliento y la indiferencia.
En el siglo XVIII, Kant introdujo el tema de la esperanza en la filosofía, quizá como influencia de la historia del cristianismo que lo precedía. La esperanza era una de las preguntas filosóficas que debemos hacer para responder a la pregunta central sobre qué es el ser humano. La obra de Kant pone la esperanza en la razón, pues esta se puede autolegislar, darse leyes morales, ordenar el mundo y revisar sus propios presupuestos para seguir avanzando. El destino humano está ligado al destino de la razón.
No obstante, el destino de la razón nos ha llevado no a la paz perpetua, sino a la guerra perpetua, entendida como un constante conflicto de uno contra todos. Y la dignidad, ese valor supremo que la ética kantiana nos puso a todos como seres racionales, parece poco orientadora. Las utopías políticas modernas, liberales, marxistas, anarquistas, etc., quisieron realizar el paraíso de la libertad, pero se han convertido en parte del problema. Y hoy, la utopía se ha convertido en distopía, justamente lo contrario de lo que se buscaba.
¿Necesitamos una nueva utopía? Ernst Bloch, en su monumental obra El principio esperanza (3 tomos, 1959), revisa las utopías y todavía apostaba por estas para crear un mundo nuevo, sin excluir el tinte religioso y secularizado. Bloch todavía mira el futuro con optimismo —después de todo el ser humano es un ser que tiene consciencia anticipadora del “reino de la identidad”—. Nuestra época mira con sospecha el futuro, salvo los transhumanistas que quieren llevar hasta las últimas consecuencias el proyecto moderno.
Pedro Laín Entralgo, en su obra Filosofía de la esperanza (1978), considera que habría tres cuestiones básicas que debemos enfrentar para abordar el problema de la esperanza: “quién espera, qué es lo que hace esperar, qué se espera” (p. 212). Mi respuesta inicial sería: espera un sujeto conformado desde la modernidad, que ha acentuado la mirada al futuro, queriendo desconectarse de todo pasado y de todo lazo vital con otra realidad. Justamente esa ruptura lo hace esperar desesperadamente el futuro, a partir de ideales, metas, utopías, que responden a sus criterios meramente humanos o individuales, desconfiando de todo lo demás. Por eso se esfuerza y lucha contra todo lo que se oponga.
Así, la esperanza se muestra como esperanza de algo, de que los hijos se realicen como personas, de lograr alguna meta personal, de que algún ser trascendental sane a nuestros enfermos, de que nuestras utopías se realicen, etc. Y frecuentemente, en el tiempo lineal, esa esperanza está fuera, en el futuro, ahí esperamos que se realicen, lo que nos anima a actuar (esforzarse, luchar, rezar, etc.). Eso a lo que ponemos nuestra esperanza lo alejamos de nosotros mismos por nuestra idea lineal del tiempo, por lo que se nos escapa. Y llega la ansiedad y la frustración. Como decía Sartre, colocamos la zanahoria delante del burro para que se ponga en marcha, sin nunca poder alcanzarla definitivamente.
De ese modo, nuestra esperanza (y desesperanza) está atrapada por el tiempo diseñado por la cultura moderna: el tiempo lineal. La esperanza, sostenida en el pasado, presente y futuro lineales, solo produce ansiedad, desánimo y desesperanza. En el futuro está el ideal, la finalidad, y cada paso está animado por el logro futuro; pero al hacerse difícil, al ver que sigue lejano, entonces terminamos en el desánimo. Y vemos que solo algunos lo logran, a lo cual se suma emociones de rabia y resentimiento. No llega la sociedad perfecta, ordenada, controlada, que pensábamos, y esto trae como resultado esa rabia por todo y por todos, el odio por los que actúan como no deben actuar. Y si cambiamos ese tiempo lineal, ¿cómo sentiríamos la esperanza? La devolveríamos a este presente y ahí encontraríamos muchas fuentes de esperanza, de ánimos renovados. Basta salir del estar encerrados en el subjetivismo y dejar el tiempo lineal.
¿Por qué necesitamos de la esperanza? La requerimos para seguir la marcha animados, a pesar de los signos antihumanistas y destructores del planeta. No requerimos de las utopías para sostener el ánimo de existir, solo son guías de realidades posibles.
Entonces, ¿dónde obtener las razones para la esperanza? Sin construir utopías totalizadoras, hay muchas fuentes de la esperanza, solo hace falta mirar de otro modo. Las encontramos en las acciones de ayuda desinteresadas, la lucha diaria de una madre por alimentar a sus hijos, en el sacrificio de médicos y enfermeros por curar y cuidar al prójimo que lo necesita, en la indignación y protesta de los ciudadanos ante las injusticias del poder, la lucha incansable de los ecologistas por proteger la madre Tierra, en la luz de la luna llena, en la sonrisa inocente de un niño, en gestos de gratuidad, de solidaridad, de compasión y de alegría altruista.
¿Y cuál es la fuente personal de esperanza? Cortar con el mal, decir “basta” al sistema consumista y destructor de seres humanos y del planeta, dar un giro o conversión a nuestra existencia. Emprender un camino diferente, como lo permitían los ritos de transición realizados por las culturas premodernas. Parafraseando a Kant, tendríamos: “Obra de tal manera que en cada acto estés realizando el reino de los fines.” La persona que busca esperanza en el mundo, en los otros, en la utopía, y no muestra en su propia existencia lo que busca, poco puede esperar del mundo.
Por lo anterior, la esperanza no requiere —utilizando los términos de Pedro Laín— de la actitud de Narciso ni de la actitud de Prometeo ni la actitud de Pigmalión. Quizá dejar de presionar con demasiada idealización (incluyendo los intereses), ampliando la mirada y sostenerse en la propia transformación personal.